Después de finalizar con el libro,
sentí una carga menos sobre mi cuerpo.
- Ya lo acabé, ¿contento?
- Si, hija mía. ¿No te sientes
mejor contigo misma?
La verdad es que sí, me sentía feliz
pensando en toda la gente que leería mi libro y diría: “¡Que
vaca tan lista!”. O eso es lo que pensé que dirían. Tardé varios
días en escribirlo, durante los cuales estuve desconectada del
mundo. Incluso Pauline estaba un poco preocupada por mí, aunque yo
le decía que no me ocurría nada. Tras acabar el libro, me quedé
dormida de agotamiento. No se cuantas horas, pero cuando desperté,
ya era un nuevo día. Después de tomarme el desayuno, di un paseo
por las tierras.
En ese momento, avisté a la única
persona que no querría haber visto en lo que me queda de vida. Tres
hombres, dos de ellos soldados, y un tercero. Gafas Verdes, o como
descubrí en su momento, “don Otto”. Todo el tiempo que estuve
con Pauline me sirvió para aprender mucho el lenguaje humano, y al
fin podía diferenciar los “karral” que salían de su boca. Les
seguí con una distancia cauta, en parte siguiendo el consejo del
pesado y en parte por miedo a que me reconociera, aunque yo ya soy
vieja, y al parecer, mi presencia no le importaba en absoluto.
Llegaron a la puerta y, aunque no entendí el lenguaje de los
soldados, sí pude captar algunas palabras de Gafas Verdes. Prefiero
referirme a él de esa forma. Con aquellas palabras, pude entender
que el convento tenía algunas deudas, y ellos venían a cobrarlas.
- ¿No te parece raro que un
convento tenga deudas? - me preguntó el Pesado
- A lo mejor no es una deuda... -
pensé
En aquel momento no lo entendía del
todo, pero ahora que lo vuelvo a pensar, todo era una mentira. Sólo
querían robar. Los soldados, una vez acabaron de hablar con Pauline,
vinieron directamente hacia mí. Ella se desplomó, sin más fuerzas
que las necesarias para llorar. Gafas Verdes parecía estar dándole
ánimos, pero se le escapó una pequeña sonrisa de satisfacción a
costa de pobre la monja. En aquel momento no entendía lo que pasaba,
mientras me obligaban a entrar en un camión que acababa de llegar,
pero ahora sé porqué me llevaron. Sé que no se atrevieron a hacer
nada más, porque a día de hoy, sigo en la granja a la que me
llevaron.
- ¿Oyes eso? - le pregunté al
pesado
- Son gallinas y gallos. Nunca te
has topado con ninguno, pero no debes preocuparte.
Al llegar a la granja, recordé
momentos en Balanzategui, algunos buenos y otros malos. Aquella
granja, en cambio, tenía un aspecto diferente. Parecía una granja
de verdad, como me las había imaginado, no como Balanzategui. Me
descargaron del camión e, instintivamente, corrí hacia el lugar
donde estaban las pocas vacas que vi. Todas eran más jóvenes que
yo, pero seguían siendo como la mayoría de vacas que conocía. Les
faltaba esa chispa de inteligencia que se podía ver en la Vache qui
Rit. Nada más llegar, me saludaron cordialmente y se presentaron,
aunque no hice mucho caso de ellas.
- Deberías tratarlas mejor –
intentó disuadirme el Pesado
- No pienso estar aquí demasiado
tiempo, así que mejor no crear falsas amistades.
Debí haber convencido al Pesado,
porque no volvió a sacar el tema. Aun así, él y yo sabíamos que
me estaba engañando a mí misma. Aquella granja iba a ser mi hogar
durante bastante tiempo.
Además de los dos familiares, el
Pesado me alarmó sobre otras dos personas en las que yo no me fijé,
también empleados de Plata. Deduzco que eran amigos del Vago, pero
no lo parecían. Nunca ideé un nombre para ellos, y aunque luego
descubriría sus identidades, de momento serán “los amigos”.
- Deberías acostarte. Ha sido un
día agotador.
Acepté el consejo y me acosté sobre
mi barriga. Tan pronto como cerré los ojos, me quedé dormida. Me
despertó un sonido al que no estaba acostumbrada. El pesado me contó
que era el canto de un gallo, pero aunque fuese animal, aquel sonido
no me agradaba.
En la granja si parecían usarnos para
algo. A las vacas nos enchufaban a unas máquinas, unas ordeñadoras
automáticas, según el Pesado, aunque yo no tuve que pasar por tal
traumático proceso. Entre ellos comentaban lo vieja que era y se
preguntaban por qué Gafas Verdes les obligaba a mantenerme. Tanto el
Pesado como yo no teníamos ni idea de por qué debía estar allí.
Rara vez aparecía alguien externo de la granja, sin contar los
soldados de Gafas Verdes. Cada vez que aparecía por aquí, traía a
otros dos soldados diferentes. Hubo un día, el último de hecho, en el que no sólo trajo a sus dos soldados. También trajo una camioneta, en la que me metieron sin preguntar a los propietarios, aunque éstos parecían agradados por su decisión. Después de un movido viaje, sentí un fuerte pinchazo en una de mis patas traseras. Intenté dar varias coces, pero todas en vano. Cuando desperté, podía oír un leve sonidito que me recordaba al reloj que Pauline siempre llevaba encima. El Pesado, sin tacto alguno, me informó de la situación, mayoritariamente porque seguía un poco drogada.
- Sabes que eso que escuchas puede ser una bomba, ¿no?
- ¿Una bomba? - conocía la palabra, pero no su significado
- Una bomba es un artefacto que, a llegar el contador a cero... - sus palabras nunca llegaron a mis oídos, si eso es posible.
Sentí un escalofrío recorriéndome todo el cuerpo, al tan sólo pensar en la palabra que ambos conocíamos.
- ¿Por qué a mí? ¿Por qué le ponen una bomba a una simple vaca? - le pregunté al Pesado, aún sin esperar respuesta
- Hija mía, deberías de fijarte en el lugar donde estamos - hacía tiempo que no me llamaba así, por lo que rápidamente le hice caso -.
Ambos nos encontrábamos en el lugar donde empezó todo: el convento. La razón por la que atentar contra un convento sigue siendo un misterio. ¿Una mentira? Puede. Lo que sé es que usaron a una inocente vaca como yo para esconder la bomba.
Lo único que quería era salir de allí, porque la muerte la teníamos ambos asumida. Por suerte, conocía el lugar y pude huir, aunque no sin antes llamar la atención de algunos guardias de alrededor. Ellos también sabían del atentado, por que me reconocieron al instante. Corrían detrás mía, pero tras pensarlo un poco, decidí frenar un poco. Suponía que Gafas Verdes no tendría la sangre fría de detonar la bomba con tantos guardias alrededor.
Supuse mal.
Lo último que recuerdo es la voz del Pesado tranquilizándome, aunque siquiera recuerdo qué dijo. No quiero intentar recordar nada más, por miedo a que sea capaz.
Así acabó mi vida. ¿Que cómo puedo contarlo? Aunque una sea una vaca inteligente, hay cosas que siquiera una servidora sabe. Espero que Pauline haya tenido una vida feliz y que la Vache haya disfrutado de la suya. Es lo último que puedo pedir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario