domingo, 19 de enero de 2014

Una muerte predestinada.

—¡Alto en nombre de la República! —gritaron unos ciudadanos antes de que la guillotina atravesara la cabeza del hombre allí postrado—. ¡Ese no es Charles Darnay!

El acusado tragó saliva. Pensaba que el plan no se frustraría.

—¡Levántate y danos una explicación! —ordenaron los representantes de la República. Al ver que el hombre no se inmutaba, uno de ellos se acercó a él. Le levantó la cara sin delicadeza alguna y cuando vio el rostro del impostor supo quién era.

—¡Carton Sydney! No te creía capaz de hacer eso —escupió el hombre. Era el tabernero Ernest Defarge. Sus ojos eran negros como el azabache. Lo conocía desde hacía tiempo y en esos años hubiera dicho que sus ojos estaban cargados de energía, de alegría inclusive, pero ya no. Ahora sus ojos estaban apagados y con sed de venganza. Su boca formaba una fina línea recta afirmando que estaba decepcionado.

—Ni te atrevas a juzgarme. Sé que cualquier hombre haría lo que fuese por la mujer a la que ama, incluso si ya está casado con otro varón. Es triste, ¿no crees? —susurró Sydney con voz socarrona y con una media sonrisa que podría haber hechizado a cualquier mujer.

 —¿A qué te refieres?

—Querer a una persona que quiere a alguien más. Lo veo descabellado y masoquista.

Por unos instantes, Ernest Defarge sintió pena. Había sido el criado del doctor Manette durante mucho tiempo. Ahora, los estaba traicionando, vendiéndolos como a unos perros. Todo aquello parecía una pesadilla. No sabía en que hora se había implicado en aquella horrenda idea. Fingía para no decepcionar a los demás, pero en la obra de teatro de su vida, le había tocado interpretar el peor papel. Intentó que aquellos horribles pensamientos se esfumaran. Miró hacia un lado y hacia otro, tratando de cavilar sobre lo que deberían de hacer ahora. Se fijó en sus guardias formando fila. En ese momento, pareció reaccionar:
—¡Rápido! ¡El carruaje con Charles Darnay ha salido hace poco! ¡Atrápenlo! Y tú, ¡levántate! Te irás con el doctor Manette y su hija. No te denunciaré por lo que has hecho, pero no pienses en volver a pisar Francia en lo que resta de tu miserable vida.

No pasó mucho tiempo cuando llegaron los representantes de la República, dos de ellos llevaban preso al acusado, Charles Darnay. Unos metros más atrás estaba Lucie Manette, otros dos la agarraban. Ella sin embargo, luchaba por salir junto a su esposo. Charles iba con la cabeza gacha. Los guardias no dejaban de mofarse de él. Lo arrojaron al suelo y le ataron manos y pies. Los hombres, mujeres y algunos niños, que estaban a favor de la República, empezaron a darle patadas e incluso algunos a tirarle pequeñas piedras. Unas mozas que pasaban por allí, tenían la cara descompuesta, se miraron asustadas y anduvieron con más rapidez. Charles no se quejaba, si fuera así, el castigo sería incluso mayor. Giró la cabeza y pudo ver a su mujer tratando de llegar hacia él. Pensó que si lo dejaban allí, lo humillarían más y él mismo pasaría mucho mas bochorno que si lo mataban en ese mismo instante. Justo en ese momento, escuchó a su mujer con una triste voz:

—¡Charles, Charles! —gritó desesperadamente. Y volviéndose a los hombres les dijo: —Dejadme ir junto a mi marido. Si le condenan... yo no puedo vivir sin él. ¡Por favor, entendedme! —terminó susurrando y llorando sin poder cesar—. Quiero ir a darle sus últimos besos.

 Carton no podía creerse lo que estaba pasando y corrió junto a ella.

—Te van a quitar la vida si sigues así. ¡Para! —gritó —. Si quieres, intento que puedas ir a darle un beso y puedes llevar contigo a tu niña. Después, tendremos que marcharnos.

—¡Oh, Carton, mi querido Carton!, lo que me estás pidiendo es algo imposible. ¿Dejarías a algún ser querido tuyo solo ante el peligro? No lo creo, por lo que no me pidas que yo lo haga.

Mientras hablaban, se habían ido acercando al acusado. Se abrieron paso entre las personas y terminó por rogarles que pararan. Un hombre la cogió de los pelos y otros muchos la insultaban. Ella lloraba, intentado acercarse a su marido. Carton al oir el llanto, se acercó al que estaba maltratando a Lucie y le pegó tal puñetazo, que quedó aturdido. Aquellos que la estaban insultando dejaron de hacerlo. Lucie se encontraba ahora acuclillada frente a él, besándole el rostro.

—Te quiero, Lucie, mi amor. "No puedo cambiar el pasado, pero puedo aprender de él". ¿Sabes?, tiene ironía, lo decía un personaje de mi libro. Este hacía muchas reflexiones y la que acabo de recitar la pensó antes de que le mataran por alta traición. Ahora, yo te la digo a ti, mi lucero. Esto no quiere decir que yo haya hecho una traición, ¡nada por el estilo! Solo estoy pagando las deudas que ya salvé en su momento, dando la herencia de mi padre a los desgraciados. Pero... estos obcecados de la vida no escucharon mis declaraciones. Por eso, te ruego que no llores por mí, porque soy inocente. Te quiero.

Tras esta emotiva despedida miró a su hija. Ambos habían tenido siempre una conexión muy especial. Evocó el recuerdo de cuando la cogió por primera vez; su pelo era tan rubio como el de su madre, sus ojos eran de un celeste muy claro y el bebé no lloraba. Dormía plácidamente en los brazos de su padre y algunas veces, lanzaba pequeñas sonrisas tan veloces que parecían estrellas fugaces. Añoró esos tiempos cuando sus vidas eran pacíficas y felices. Pensó en unas palabras que la chiquilla pudiese entender, pues esta lo miraba confusa. A los pocos segundos le dijo:

—Y tu pequeña mía no te preocupes. Cuando papá no esté, mamá estará ahí para todo lo que necesites. Ven y dame un abrazo y un beso. Te quiero. Siempre os querré. ¡Adiós!.

 —¡Papá! —gritó la hija abrazando fuertemente a su padre y  por unos instantes, no hubo fuerza alguna que pudiera separarlos.

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Cuando terminaron de despedirse, lo llevaron a la guillotina. Mientras lo conducían hasta la máquina, Charles pensó en Carton, en cómo no había dudado un instante en cambiarse por él, en lo mucho que quería a Lucie y a su hija. Esperaba que las cuidase bien. Le hicieron poner la cabeza en un semicírculo. La máquina empezó a hacer ruidos muy molestos. El corazón le latía desvocadamente. Miró hacia un lado y hacia el otro. Estaba muy nervioso. Temblaba...  
Lucie no paraba de llorar. Y volviéndose de espaldas oyó el afilado corte de la cuchilla rasgando el aire y después, el público aplaudiendo desenfrenadamente. En ese momento, se desmayó. Carton, que estaba a su lado, la cogió suavemente y llamó al cochero. La hija de Lucie lloraba a más y no poder. Había visto cómo ese artilugio le quitaba la vida a su padre. "No lo olvidará jamás." Pensó Sydney.  Tenía la cara descompuesta. Un amigo suyo reciente, pero amigo, muerto de la forma más cruel que existía: humillado.

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Hicieron un largo viaje hasta Londres. Lucie no despertó durante toda la travesía, salvo una noche. Carton se encontraba en el camarote de la señorita. No la dejaba sola ni siquiera un instante y no soltaba su mano. Lucie no comía, no hablaba y, por ello, sus familiares y allegados empezaban a preocuparse. Carton estaba pensando, como muchas veces antes, cómo hubiera sido la vida de su amada si el plan no se hubiera frustrado. En ese momento, Lucie le habló:

—¿Charles? ¿Charles, eres tú? —preguntó. Tenía sus ojos azules abiertos de par en par, buscando a alguien. "Alguien cuyo rostro no verá más, mi preciosa dama."  pensó Carton—. Charles, he tenido una pesadilla. Te mataban y el buen hombre de Carton me consolaba. Pero una noche, me dijo que me quería. Yo realmente le quiero, pero también a tí. Por favor, no te enfades conmigo.

Al oír aquellas palabras, Carton abrazó a Lucie de tal manera que la muchacha se puso colorada y pudo reaccionar por unos breves instantes.

—¿Qué ha pasado? ¿Carton? ¿Y mi marido? —preguntó extrañada.

—Amor mío, no pasa nada...

—¿Cómo? ¿Por qué me llamas así? No me acuerdo de nada— y dicho esto se volvió a desmayar.

Aquello alegró en parte a Carton, siempre había imaginado esas mismas palabras saliendo de su boca, pero temía que si se lo recordaba, se enfadase. "Nadie sabe cómo puede actuar una mujer, son tan impredecibles.", pensó el hombre.
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*Opcional*: Si lo deseas, puede poner esta banda sonora que ambienta un poco la historia. Gracias:  *Banda sonora opcional.*



Días después de llegar a Londres, Lucie despertó finalmente. Carton había conversado con su padre, el doctor Manette, sobre lo que ocurrió la noche en la que le habló, pero sin contarle lo que le había dicho, y por supuesto sin mostrar ningún tipo de sentimientos. Le había llevado años poder crear una barrera para no mostrar sensaciones. Temía que al amar le partiesen el corazón, porque al fin y al cabo amar es destrozar.

Manette le había dicho que lo que le había pasado a su hija no era nada del otro mundo y que era el subconsciente hablando por ella. Por lo que decidió darse una ducha e ir ha hablar con Lucie.

—¿Se puede?

—Claro, adelante.

—Hola, ¿cómo estás?

—¿Cómo crees que se puede estar después de que tu marido, inocente, haya muerto por la aclamación de otras personas?— y mirándole fijamente dijo: —Me gustaría preguntarte algo...

—¿Qué?

—A todas las personas les importa algo, aman algo. ¿Cierto?

Lucie se había levantado de la cama. Llevaba un camisón rosa claro y no tenía demasiados abalorios. Carton tenía su pelo oscuro, mojado aún y sus ojos azules brillaban más que nunca. Estaba sentado en la ventana. La habitación era grande y se encontraban separados por algo menos de unos siete pies.

—¿Lo hacen?— dijo Carton suavemente. Lucie se quedó callada, no sabía lo que responder. Carton se apoyó sobre sus manos—. Lucie. Ven y siéntate a mi lado.

Se dirijió hacia la ventana. El corazón de ambos latía rápidamente bajos sus torsos.

—Parece que tú eres una excepción.— dijo ella, notando como le subía un calor repentino y ya se conocía lo bastante bien, como para saber que se estaba poniendo colorada—. Pasas indiferente por la vida, como si nada te importase. Pero deberías, porque si no, no serías un ser humano. Serías un "humanoide" sin sentimientos.

Hubo un repentino silencio al ver que Carton la miraba, pero habló:

—Tú. — dijo con un tono de voz muy suave. Parecía que él no quería decir las palabras pero lo tenía que hacer.- ¡Eres tú la que me importas! ¿Y sabes por qué? Porque desde el primer día que te conocí, en el juicio de tu marido, eres tú la que me has provocado cualquier insignificante sensación. Aunque no me creas, antes de que todo esto ocurriese, yo visitaba tu casa todos los días. Y de regreso a Londres, no me he separado de tí ni un momento.

Lucie se quedó callada. Nunca antes un hombre le había hablado de ese modo, ni siquiera su marido fallecido.

—Lucie, te quiero. Por favor ¿Te casarías conmigo?— dijo él mirándola a los ojos.

—No se... siento tan dentro de mí a mi marido...

—No digas eso. Dime: ¿no estaría tu marido deseando de que no te quedes sola? ¿Sabes? En realidad, una persona desde que nace no tiene predeterminado cual será su meta en la vida. Ella tiene que tomar unas decisiones, y dependiendo de estas, irás marcando hacia a lo que llegará a ser en la vida. Pero algunas veces son erróneas, por lo que cuando miras al pasado ves la senda que nunca has de pisar.

—Me has dejado anonadada...— empezó diciendo con una sonrisa—. Pero, por favor, explícamelo mejor-terminó por decir riéndose.

—Eso quiere decir...—dijo Carton con una cálida sonrisa y sus ojos color azul crepuscular.— que no vuelvas la vista atrás, estás viviendo el presente. ¡Disfrútalo! Nunca más lo volverás a vivir... Por lo tanto, te repito la pregunta ¿Te casarías...

—Sí. Y no hables más por favor...— dijo Lucie a su prometido y dándole cariñosamente un beso en los labios.


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