domingo, 19 de enero de 2014

Zalacaín el vengador.

          *[ OPCIONAL: Música para ambientación > http://www.youtube.com/watch?v=DSg4jUCyjME ]*

          No podía ver nada hasta que sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad de aquel lugar. Movió un pie hacia delante. Luego el otro. No parecía ocurrir nada malo, por lo que siguió caminando con total seguridad. De repente, tropezó con algo, cayó de bruces al suelo y, molesto, miró hacia el obstáculo. Lo reconoció al instante. Aquello era el cuerpo inerte de su padre. El cadáver abrió los ojos, blancos por completo.
          —¡Véngame...! ¡Véngame...! —repetía con voz ronca y débil— ¡Véngame...!
          Inesperadamente, una voz llamó al muchacho desde atrás.
          —Miguel... —el aludido giró la cabeza— Pronto llegará tu hora... Pronto te reunirás con tu padre de nuevo... ¡Pronto tu sangre correrá por mis manos!
          Al gritar esto último, la silueta negra del desconocido se hizo más grande, se acercaba a él velozmente con las manos por delante, los ojos se le salían de las órbitas y su piel se tornaba roja. Sufrió una momentánea transformación a una especie de demonio. Aquella bestia logró alcanzarle, derribándole.

          Despertó de un sobresalto. El corazón le latía a mil por hora. Sus manos y espalda estaban llenas de sudor frío.
          «Otra vez esa misma pesadilla» pensó y se dejó caer de nuevo en la cama, mientras revolvía su despeinado flequillo castaño.
          No comprendía el significado del sueño. Lo extraño era que, cada vez que su mente reproducía esas imágenes, el monstruo se acercaba más a él. Esta vez lo había atrapado por fin. Entonces... ¿se terminarían todas esas torturas nocturnas? Sentía que la cabeza le explotaría de un momento a otro; no podía pensar. La noche anterior bebió demasiado y ahora no sabía dónde se encontraba. Tenía resaca, eso estaba claro. Lo que no cuadraba era por qué no conocía aquel sitio. Una ligera preocupación comenzó a apoderarse de él. Tragó saliva e intentó buscar alguna fuente de luz fiándose de su tacto. Tan solo pudo hallar una vela y, al no tener nada para encenderla, la desechó. Se levantó del colchón y procuró avanzar sin caerse o hacer ruido. Pudo andar varios pasos hasta que chocó contra algo. Supuso que sería la puerta, así que la abrió.
          Esta conducía a un largo pasillo en cuyo fondo había una luz cálida que se aproximaba a él. Rozó con el brazo una tabla de madera. Adivinó que era un armario y se escondió allí para esperar a que el dueño de la lámpara pasase por delante. Cuando notó que este estaba muy cerca de su refugio escuchó dos voces masculinas.
          —Y... ¿qué deberíamos hacer con Miguel? —preguntó una de ellas, la más tímida.
          —Matarlo —respondió la otra, simplemente.
          —Como usted mande, señor —obedeció el primero.
          Luego oyó unos pasos, el chirriar de una puerta y el ruido cesó. Dedujo que lo comenzarían a buscar. Podía huir, matar a los que sabían de su escapada o quedarse allí. Tres alternativas... Unos míseros segundos para decantarse... ¿Por qué la indecisión atacaba en el momento más inoportuno?
          —¡No está! —gritó el que se manifestaba jefe— ¿Lo atrapaste, David? ¿Estás seguro?
          —¡Por favor Jorge, guarda el arma! —suplicaba el otro— ¡Lo dejé ahí mismo! ¡Calculé que no se despertaría hasta por la mañana!
          —Entonces... ¿Cómo que lo ha hecho...? —un disparo interrumpió sus palabras— ¡Maldito seas...! ¡No vales ni para cumplir una simple misión! ¡¿Acaso era tan difícil secuestrar al hijo de Zalacaín?!
          Unos segundos después, alguien se acercaba a su escondite. En ese mismo instante, se arrepintió de haberse ido de su casa para "poner a prueba su espíritu aventurero". ¿Qué se creía tres años atrás? ¿Que era como Martín, su padre, el gran aventurero? No. Definitivamente no lo era. Deseó que estuviese allí, él sabría cómo salir del aprieto. Se le iluminó la mente de un momento a otro. Sonrió.
          —Si he de morir, lo haré como mi padre quería que yo muriese —se animó—. Como un valiente y confiado héroe.
          Agarró una escoba y esperó a que la puerta se abriese. Su enemigo estaba tan próximo que podía incluso oír su respiración. Este tiró del pomo, dejando vía libre a Miguel. Aprovechando el momento de vacilación de su oponente, se abalanzó sobre él. Le golpeó en el ojo con la madera, haciéndole caer al suelo, padeciendo un horrible dolor. La pistola de la que Jorge disponía estaba abandonada, en medio de un pequeño charco de sangre que se había empezado a formar. Miró a ambos lados y la cogió.
          —Espero que lo haya matado... —susurró Miguel y, con su nueva arma y el farol, abandonó la estancia.
          El alarido había alertado a los demás. Rodearon al agresor y se llevó una gran sorpresa cuando notó que esa gente eran los de la familia Ohando. No... No podían ser ellos... Al levantar la vista, sus ojos verdes divisaron un retrato de Carlos Ohando colgado en la pared. Aquello hizo desaparecer todas sus dudas. Todos los allí presentes ardían de odio mientras lo miraban estudiándolo para saber cómo atacar, si hubiera que hacerlo. Miguel alzó el arma hacia un anciano, que era idéntico al del cuadro.

           *[ OPCIONAL: Música para ambientación > http://www.youtube.com/watch?v=vQOr9h7v6Ag ]*

          —Si me disparas morirás a tiros, igual que tu asqueroso padre —dijo con cierto tono de aversión.
          —¡Ten más respeto por alguien que es superior a ti en todos los aspectos!
          —¿Respeto? ¿Respeto por alguien que no lo merece? Tu padre era una sucia rata de cloaca. Y ahora haré contigo lo que no pude hacer con él: matarle a sangre fría. Supongo que tú también serás un héroe, por eso... ¿Qué mejor forma de morir que asesinado por Carlos Ohando?
          Cuando acabó se acercó a Miguel con una espada de colección. Este temblaba de rabia al verse tan impotente. Cerró los ojos. Después sintió una hoja de acero que se le posaba en el cuello.
          —He ganado... —murmuró Carlos en su oído.
          —No... Lo he hecho yo... —contradijo con una sonrisa fría en el rostro.
          —¿Cómo que...? —no siguió hablando; una bala le había acertado de lleno en el estómago.
          Miguel vio cómo el malherido caía agonizando a sus pies. Lo agarró por el cuello.
          —Por favor... —mustió el moribundo mientras escupía sangre, ensuciando su barba canosa— Por favor ayúdame... Ten piedad de mí...
          —¿Piedad? ¿Piedad de alguien que no la merece?
          Ohando y él intercambiaron una significativa mirada. El joven tomó la espada entre sus manos, la alzó en el aire y tan solo advirtió:
          —Por mi padre... Y por todos a los que has engañado y dañado a lo largo de tu miserable vida.        La bajó rápidamente, clavándosela a Carlos en el corazón. Como muestra de respeto y solemnidad, se agachó a su lado y le cerró los ojos. Luego se inclinó en su oído y sencillamente proclamó:
          —He ganado.
          Se levantó, dejó las armas en el suelo y dio una ojeada circular.
          —Adelante, ya podéis matarme. Si lo hacéis, mi vida acabará como la de un héroe y me podré reunir con mi padre de nuevo... ¡Vamos! —apremió al ver que no disparaban.
          Sonaron varios tiros y las balas lo atravesaron de parte a parte.

          Todo era blanco, la luz lo cegaba. No podía moverse en absoluto. Entre la claridad divisó a un hombre con los brazos abiertos.
          —¡Hijo! —lo llamaba.
          —¿Papá? —preguntó Miguel.
          —El mismo, soy Martín Zalacaín el aventurero, padre de Miguel Zalacaín el vengador.
          Los dos se fundieron en un fuerte y etéreo abrazo.

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