Todos los caminos conduce a Roma, y hay
ocasiones en las que algún tema de conversación da lugar a otro que
nos resulta incómodo, tal vez nos puede llevar a la resurrección de
los muertos. Me levanté. Me fijé en la figura que había al lado de
la puerta, era un niño, era Miles, no podía ser, un escalofrío
perturbador me recorrió la espalda a lo largo de la columna, mi cara
pálida reflejaba todo mi ser, mi expresión lo decía todo. Él me
miraba, quieto, serio, erguido no se movía, me preguntaba si solo
sería una pesadilla, pero me equivocaba era la realidad. Sin temor
me lancé y tartamudeando le dije:
- Mi... Miles ¿Qué haces usted aquí?-- No me respondió, seguía sin mover un dedo.
Llamé a mi marido Antonio, y acudió a
mi llamada con una sonrisa, como siempre, entró al cuarto con una
bandeja, el desayuno, me miró, lo miré y me miró.
- ¿Qué pasa, cariño¿?-- señalé justo donde estaba Miles, no se había movido. Dejó caer la bandeja al suelo, estaba atónito.
- Es Miles, el niño del que tanto me has hablado... Estaba muerto... ¿No?-- no sabía como lo había reconocido, supongo que le habré hablado tantas veces de él.
De repente se escuchó:
- Gracias-- una palabra muy significativa para mí, y más viniendo de él, era lo que menos me esperaba oír, me extrañaba que alguien bajara de ahí arriba para esto, derramé dos lágrimas y se esfumó.
Lo que pasó aquel día me marcaría el
resto de mi vida.
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