Me incorporé, tiré la foto y salí corriendo hacia las escaleras. No podía ser real de ninguna manera. Mi propio padre no podría haberme mentido para encubrir a un pedófilo y vender droga... ¿O sí? Estaba confusa. Muy confusa.
—¡Clara! –la voz de Juan me perseguía, al igual que sus pisadas– ¡Clara escúchame, por favor!
No me iba a parar, no. Quería huir de la realidad, quería irme del mundo, quería que todo fuera una mera pesadilla... Pero el momento de despertarme no llegaba. A pesar de las miradas de los extrañados clientes del bar, yo avanzaba por entre las mesas, derribándolas. Empujé las puertas de cristal con estrépito y me encontré en medio de la calle. Sin dudar ni un instante, reanudé mi carrera a través de las gotas de agua que caían del cielo. Oí chapoteos en charcos detrás de mí; supe que Juan no se rendiría.
—¡Clara!
Me estaba cansando ya de aquel juego. Me volví. Lo vi allí, empapado por la lluvia. Algunos de sus mechones de pelo, castaños con un tono dorado, le cubrían la frente. Al estar mojados, hacían que, de vez en cuando, unas gotas recorrieran su rostro de arrepentimiento y orgullo. Con sus ojos grises intentaba consolarme, sin lograrlo, pues sus sentimientos chocaban contra mis pupilas de hielo.
—¡Es mi padre, Juan! ¿Es que no puedes entenderlo? ¡Conmigo siempre se ha portado bien!
Entonces no pude más. Aparté la mirada y le di la espalda para que no me viera llorar. Me ahogaba en un mar de pena y culpa, sin posibilidad de nadar hacia ninguna orilla. En aquella situación no sabía qué hacer. Había aceptado que mi padre era un mentiroso y eso me partía el corazón, por lo que ansiaba golpear a Juan. Aunque, por otro lado, deseaba desahogarme en su hombro. No, no sería propio de mí. Noté su presencia un poco más cerca.
—Heroína –comenzó a hablar–. El Pantasma repartiéndola entre niños a los que previamente había corrompido sexualmente...
Le oía, pero no le escuchaba. Tenía la cabeza en otra parte muy lejos de la realidad. Me veía con mi padre en el salón de su apartamento tan mal decorado. Recordaba cómo me había contado toda aquella patraña que yo creí porque era mi única esperanza. Esperanza que ahora se desvanecía a medida que las palabras de Juan se introducían en mis oídos.
—¡Me importa un rábano que después tu padre –comencé a prestar atención de nuevo– te compre unos zapatos con la pasta que saca de ese negocio! ¡Eso no lo hace mejor!
Suspiré. Era cierto aquel punto. Me concedía bastantes caprichos con un dinero sucio, que yo pensaba que era limpio. Me sentí mal por aquellas víctimas del Pantasma, por aquellas vidas destrozadas.
—Lo siento. Perdona –dije mientras comenzaba a caminar, dispuesta a marcharme de su lado; no podía soportar que me siguiera torturando de tal forma.
—Yo también lo siento –me paré en seco–. Pero tengo que hacerlo. Tienes que entenderlo, y lo entenderás... Tal vez no ahora ni dentro de un rato, ¡pero acabarás comprendiéndolo y me darás la razón! ¡Me sabe muy mal, Clara, porque..., porque...! –con un susurro añadió– ... porque te quiero.
Me giré hacia él. Era la primera vez que alguien me decía eso de una manera tan real. Su cabeza estaba gacha. Di unos pasos para colocarme delante de él. Puse mi mano en su barbilla y lo obligué a mirarme a los ojos, suavemente. De ellos brotaban unas tímidas lágrimas que brillaban como cristales. La lluvia daba un toque romántico y dramático a la escena.
—Pensarás que estoy loco...
—Sí. Loco por mí... –lo interrumpí.
Me pegué un poco más a él, tanto que nuestros cuerpos casi se rozaban y nuestras bocas quedaron peligrosamente cerca. Era como si un aura mágica nos envolviese. Desvió de mí su mirada, ruborizado. Su respiración se aceleraba, al igual que los latidos de su corazón, que eran audibles.
—Si vas a abofetearme o algo –sugirió–, hazlo ya y no me hagas ilusiones... Porque sé que es imposible, soy demasiado poco para ti...
—¿Quién dice eso? ¿Te lo has inventado tú, verdad? –Juan iba a responder, pero yo proseguí– No seas así contigo mismo... ¿Y si te digo que te quiero yo a ti también?
—Pensaría que lo dices para que no me sintiera mal...
Me aproximé un poco más y, tras besarle la mejilla, le confesé:
—Te quiero...
Lo estreché contra mí. Él no correspondió al abrazo directamente, pero, cuando lo hizo, nos fusionamos en un solo ser. Cualquiera que nos hubiera visto de lejos, entre la niebla, habría pensado que allí había una única persona, no dos. Sentí sus cálidos brazos rodeándome la cintura, con fuerza. Posó sus labios en mi cuello. Luego los guió hasta mi oreja.
—No te marches –sollozó–, por favor... Ahora no...
Con algo de esfuerzo me separé de él para hablarle más seriamente.
—Mira, ya sabes que tengo que irme... Y puede que no te vuelva a ver más... Por eso...
No pude continuar; no podía pensar en nada más, aparte de aquel beso que ahora Juan me brindaba. Era un beso lleno de sinceridad, un beso lleno de amor, un beso lleno de súplicas... De repente, un torrente de algo que no había sentido antes me corroyó por dentro. Decidí escaparme de mí misma, dejé de ser yo por unos instantes y me abandoné a merced de las olas del tsunami que invadía mi corazón. Acaricié su pelo mojado y busqué sus manos para entrelazar sus dedos con los míos; temía que ese momento terminase.
—¿Te quedarías... por mí? –preguntó inesperadamente.
—Tal vez... –mentí; en realidad sí quería– Es que no sé si esto funcionará... Dudo de...
—¿Dudas? ¿Dudas de lo que siento por ti? ¿Dudas de nuestra relación? ¿Dudas de lo que sería capaz de hacer para que te quedes? Espero que esto te valga como respuesta...
De uno de sus bolsillos sacó la maldita foto; posiblemente la había recogido. Tras mirarla detenidamente unos segundos, intentó romperla. Le temblaban las manos y un leve sudor frío era visible en su frente.
—No... No puedo –declaró por fin–. Soy un cobarde... No soy capaz de destrozar un simple trozo de papel por alguien que amo...
—Juan... Rómpela... –lo persuadía.
Parecía que iba a estallar, pero logró contenerse por unos segundos. Luego bramó:
—¡Tú lo ves tan fácil! Esto es una cosa o la otra, no hay término medio... Si rompo la foto todo mi trabajo será en vano, el Pantasma seguirá violando y tu padre vendiendo droga... Si no lo hago me sentiré bien conmigo mismo –me acarició la mejilla, mientras me miraba con ojos tristes–, pero tú te irás de mi lado, y eso es lo que más me duele... –tras una pausa añadió– Lo siento.
Al acabar se guardó la foto de nuevo y fue a abrazarme, pero lo rechacé bruscamente.
—Clara, no creo que algo tan tonto como esto cambie lo que sientes por mí...
—¡Sí que lo hace! ¡Sí que lo hace! –le grité furiosa– Mi padre estará en la cárcel y yo me mudaré por tu culpa. ¡No voy a poder perdonártelo!
Sin despedirme si quiera, retomé mi camino.
—Te quiero... –escuché cuando doblaba la esquina.
—Ya... Olvídalo, Juan...
Esas fueron las últimas palabras que intercambié con él. Han pasado unos diez años desde entonces. Ahora no sé si aún está enamorado de mí, si aún es "detective privado", o si aún está vivo, pero lo que tengo claro es que hasta un ciego vería que me comporté como una niña pequeña y que marcharme fue un error.
Llaman al timbre. Abro la puerta. Un muchacho un año más joven que yo, de cabello castaño con un tono dorado y unos ojos grises que, todavía, me suplican perdón.
—Heroína –comenzó a hablar–. El Pantasma repartiéndola entre niños a los que previamente había corrompido sexualmente...
Le oía, pero no le escuchaba. Tenía la cabeza en otra parte muy lejos de la realidad. Me veía con mi padre en el salón de su apartamento tan mal decorado. Recordaba cómo me había contado toda aquella patraña que yo creí porque era mi única esperanza. Esperanza que ahora se desvanecía a medida que las palabras de Juan se introducían en mis oídos.
—¡Me importa un rábano que después tu padre –comencé a prestar atención de nuevo– te compre unos zapatos con la pasta que saca de ese negocio! ¡Eso no lo hace mejor!
Suspiré. Era cierto aquel punto. Me concedía bastantes caprichos con un dinero sucio, que yo pensaba que era limpio. Me sentí mal por aquellas víctimas del Pantasma, por aquellas vidas destrozadas.
—Lo siento. Perdona –dije mientras comenzaba a caminar, dispuesta a marcharme de su lado; no podía soportar que me siguiera torturando de tal forma.
—Yo también lo siento –me paré en seco–. Pero tengo que hacerlo. Tienes que entenderlo, y lo entenderás... Tal vez no ahora ni dentro de un rato, ¡pero acabarás comprendiéndolo y me darás la razón! ¡Me sabe muy mal, Clara, porque..., porque...! –con un susurro añadió– ... porque te quiero.
Me giré hacia él. Era la primera vez que alguien me decía eso de una manera tan real. Su cabeza estaba gacha. Di unos pasos para colocarme delante de él. Puse mi mano en su barbilla y lo obligué a mirarme a los ojos, suavemente. De ellos brotaban unas tímidas lágrimas que brillaban como cristales. La lluvia daba un toque romántico y dramático a la escena.
—Pensarás que estoy loco...
—Sí. Loco por mí... –lo interrumpí.
Me pegué un poco más a él, tanto que nuestros cuerpos casi se rozaban y nuestras bocas quedaron peligrosamente cerca. Era como si un aura mágica nos envolviese. Desvió de mí su mirada, ruborizado. Su respiración se aceleraba, al igual que los latidos de su corazón, que eran audibles.
—Si vas a abofetearme o algo –sugirió–, hazlo ya y no me hagas ilusiones... Porque sé que es imposible, soy demasiado poco para ti...
—¿Quién dice eso? ¿Te lo has inventado tú, verdad? –Juan iba a responder, pero yo proseguí– No seas así contigo mismo... ¿Y si te digo que te quiero yo a ti también?
—Pensaría que lo dices para que no me sintiera mal...
Me aproximé un poco más y, tras besarle la mejilla, le confesé:
—Te quiero...
Lo estreché contra mí. Él no correspondió al abrazo directamente, pero, cuando lo hizo, nos fusionamos en un solo ser. Cualquiera que nos hubiera visto de lejos, entre la niebla, habría pensado que allí había una única persona, no dos. Sentí sus cálidos brazos rodeándome la cintura, con fuerza. Posó sus labios en mi cuello. Luego los guió hasta mi oreja.
—No te marches –sollozó–, por favor... Ahora no...
Con algo de esfuerzo me separé de él para hablarle más seriamente.
—Mira, ya sabes que tengo que irme... Y puede que no te vuelva a ver más... Por eso...
No pude continuar; no podía pensar en nada más, aparte de aquel beso que ahora Juan me brindaba. Era un beso lleno de sinceridad, un beso lleno de amor, un beso lleno de súplicas... De repente, un torrente de algo que no había sentido antes me corroyó por dentro. Decidí escaparme de mí misma, dejé de ser yo por unos instantes y me abandoné a merced de las olas del tsunami que invadía mi corazón. Acaricié su pelo mojado y busqué sus manos para entrelazar sus dedos con los míos; temía que ese momento terminase.
—¿Te quedarías... por mí? –preguntó inesperadamente.
—Tal vez... –mentí; en realidad sí quería– Es que no sé si esto funcionará... Dudo de...
—¿Dudas? ¿Dudas de lo que siento por ti? ¿Dudas de nuestra relación? ¿Dudas de lo que sería capaz de hacer para que te quedes? Espero que esto te valga como respuesta...
De uno de sus bolsillos sacó la maldita foto; posiblemente la había recogido. Tras mirarla detenidamente unos segundos, intentó romperla. Le temblaban las manos y un leve sudor frío era visible en su frente.
—No... No puedo –declaró por fin–. Soy un cobarde... No soy capaz de destrozar un simple trozo de papel por alguien que amo...
—Juan... Rómpela... –lo persuadía.
Parecía que iba a estallar, pero logró contenerse por unos segundos. Luego bramó:
—¡Tú lo ves tan fácil! Esto es una cosa o la otra, no hay término medio... Si rompo la foto todo mi trabajo será en vano, el Pantasma seguirá violando y tu padre vendiendo droga... Si no lo hago me sentiré bien conmigo mismo –me acarició la mejilla, mientras me miraba con ojos tristes–, pero tú te irás de mi lado, y eso es lo que más me duele... –tras una pausa añadió– Lo siento.
Al acabar se guardó la foto de nuevo y fue a abrazarme, pero lo rechacé bruscamente.
—Clara, no creo que algo tan tonto como esto cambie lo que sientes por mí...
—¡Sí que lo hace! ¡Sí que lo hace! –le grité furiosa– Mi padre estará en la cárcel y yo me mudaré por tu culpa. ¡No voy a poder perdonártelo!
Sin despedirme si quiera, retomé mi camino.
—Te quiero... –escuché cuando doblaba la esquina.
—Ya... Olvídalo, Juan...
Esas fueron las últimas palabras que intercambié con él. Han pasado unos diez años desde entonces. Ahora no sé si aún está enamorado de mí, si aún es "detective privado", o si aún está vivo, pero lo que tengo claro es que hasta un ciego vería que me comporté como una niña pequeña y que marcharme fue un error.
Llaman al timbre. Abro la puerta. Un muchacho un año más joven que yo, de cabello castaño con un tono dorado y unos ojos grises que, todavía, me suplican perdón.
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